Europako banku zentrala, Dasroofless CC BY-NC-ND 2.0
«Solo una crisis, real o percibida, da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente», por lo que es necesario «desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable». Son palabras de Milton Friedman, el ideólogo del neoliberalismo y expresan perfectamente cómo han logrado colonizar nuestras mentes: predicaron en el desierto hasta que llegó su oportunidad a finales de los 70. Entonces lograron imponer su agenda con gran éxito.
Mientras la derecha tiene claras sus prioridades, la izquierda siempre enfrascada en interminables debates. Y cuando llega la crisis -y la oportunidad– no está en condiciones de hacer avanzar su programa. Y esta pandemia es sin duda una gran oportunidad por dos razones: ha desenmascarado como ninguna otra las políticas criminales que se esconden tras la globalización y ha tumbado los principales mitos de liberalismo. De repente, nos hemos dado cuenta de que los recortes sociales hacen mella en nuestro bienestar mucho más allá de lo inmediato; hemos visto como la globalización nos ha dejado un tejido industrial endeble y dependiente, incapaz de reaccionar con rapidez y dar respuesta a las necesidades más perentorias; el mercado no siempre resulta el mecanismo más eficaz y el Estado ha intervenido precios, centralizado compras de equipamiento, puesto bajo su control infraestructura privada…, solo han faltado los sóviets.
«De repente, nos hemos dado cuenta de que los recortes sociales hacen mella en nuestro bienestar mucho más allá de lo inmediato.»
Se podrá objetar que se trata de una emergencia sanitaria, pero hay otras emergencias en las que no interviene, como por ejemplo, el hecho de que entre una sexta y una décima parte de la fuerza laboral de nuestro país esté permanentemente en paro; y una proporción similar de trabajadores y trabajadoras en lamentables condiciones laborales. La paradoja es que precisamente la mayoría de ellos han resultado ser trabajos esenciales durante la pandemia: limpieza, cuidados, producción y distribución de alimentos…
Pero es posible que dentro de poco todas estas cosas que hemos visto y los mitos que se están tambaleando ante nuestros ojos se olviden al pasar página. A fuerza de subrayar solamente las cuestiones que ayuden a construir otro relato y en definitiva a mantener el capitalismo ya están quedando escondidos. Es por ello necesario profundizar un poco en esas cuestiones que se han fracturado e intentar establecer algunas líneas de largo aliento para que las crisis se conviertan también en una oportunidad para pasar la pantalla del capitalismo.
«El Estado ha intervenido precios, centralizado compras de equipamiento, puesto bajo su control infraestructura privada…, solo han faltado los sóviets.»
En cuestiones económicas, los neoliberales han ganado por goleada en tres grandes temas. El primero es la política monetaria que han conseguido reducirla a una mera cuestión técnica. Y posiblemente la obra más consecuente con ese mito sea el euro. La siguiente victoria que lograron fue que no se volviera a hablar de intervención del Estado en el ámbito de las relaciones laborales. El mercado siempre asigna mejor los recursos y si hay parados es por falta de preparación o de motivación, por culpa de la gente y no del sistema. Y la tercera victoria fue la progresiva privatización de lo público, otra vez por falta de eficiencia, que ha dejado al Estado actual prácticamente sin resorte para intervenir en la actividad económica, como ha dejado claro esta pandemia.
La cantidad de dinero en circulación
Los neoliberales han conseguido popularizar la idea de que la subida de precios es consecuencia, básicamente, de que hay demasiado dinero en circulación. Sin embargo, desde la crisis financiera de 2008, la cantidad de dinero en circulación no ha dejado de aumentar, especialmente en Europa, sin embargo, los precios no muestran ninguna inclinación hacia el crecimiento, ni siquiera moderado, cuestionando la relación entre dinero e inflación. El aumento de los precios y por lo tanto la inflación es un fenómeno bastante más complejo que una simple relación cuantitativa.
Una idea defendida con pasión por los neoliberales que sirvió para que a partir de los años 70 del siglo pasado se consolidara la idea de que la política monetaria, el control de la emisión de dinero y a través de él, el control de la inflación, se considerara una cuestión técnica que cuanto más lejos estuviera de los manejos de los gobiernos, mejor. El corolario de ese teorema era que había que dejar la gestión de la política monetaria en manos de personas cualificadas, a ser posible que no tuvieran servidumbres políticas. Se entiende que hacia los partidos políticos, porque las presiones de los grupos económicos no han cesado. Así, para dirigir los bancos centrales se han nombrado personas del ámbito académico o de las finanzas y se han reducido sustancialmente los controles parlamentarios sobre la actividad. Y el debate sobre la política monetaria todavía más.
«No es una cuestión técnica, ni marginal, sino central en el diseño de la política económica. Hurtar ese debate aludiendo a cuestiones técnicas es cercenar la democracia y privatizar el control de un bien público como es la moneda.»
Quizás, la formulación más completa de esa idea se ha logrado en Europa de la mano de los ordoliberales alemanes que diseñaron un euro tan alejado del control político que más que como moneda propia funciona como si fuera una moneda extranjera para todos los países que la adoptaron. El Banco Central Europeo tiene un único mandato imperativo que es el de controlar los precios, todo lo demás ha de dejarse en manos de las fuerzas del mercado, es decir, de la especulación. En el caso del euro, al BCE se le ha añadido la prohibición de financiar a los Estados, es decir, comprar directamente deuda pública está prohibido. Y esta es una práctica usual en la mayoría de países con moneda propia. De esta manera, los Estados evitan las subastas de deuda y también que los intereses a pagar por los préstamos se puedan disparar.
Esta prohibición tiene su origen en la propensión que suelen tener los gobiernos a monetarizar el déficit de las cuentas públicas. De un modo gráfico, monetarizar el déficit consiste en imprimir los billetes que necesita el Estado para cuadrar sus cuentas. Poner en circulación dinero de esta forma tiene sus peligros. El principal es que pasado el momento de las estrecheces conviene retirar el sobrante de circulación. Esta suele ser una decisión difícil porque siempre queda algo por hacer, alguna infraestructura por construir; y también suelen influir mucho razones de oportunidad política: no suele ser una medida popular. Es posible que este exceso de dinero en circulación termine provocando consecuencias indeseadas en forma de especulación, burbujas y también aumento de precios. Y a medio plazo puede provocar una devaluación de la divisa, si el resto de agentes económicos considera que la emisión de dinero ha ido demasiado lejos.
Control democrático de la emisión de dinero
Europar parlamentuko moneta kontuetarako batzordearen bisita EBZn. ARG Europako Banku Zentrala CC BY-NC-ND 2.0
La creación de dinero ha estado ligada al Estado desde el surgimiento de las primeras monedas. En Mesopotamia se han encontrado registros de raciones entregadas a los trabajadores, deudas por arrendamiento de tierras, etc., todos ellos valores especificados en una medida de cereales. La moneda y su emisión es consustancial al Estado. Sin embargo, los liberales han logrado popularizar el mito de que el dinero se creo en el intercambio de mercancías entre personas individuales. Un mito conveniente para minimizar el papel del Estado primero, y poder apartarlo de la regulación monetaria después.
La emisión de moneda es un atributo del poder del Estado, en consecuencia, tanto la acuñación como la regulación del dinero en circulación –la política monetaria– forma parte intrínseca del debate político. No es una cuestión técnica, ni marginal, sino central en el diseño de la política económica. Hurtar ese debate aludiendo a cuestiones técnicas es cercenar la democracia y privatizar el control de un bien público como es la moneda.
“La moneda y su emisión es consustancial al Estado. Sin embargo, los liberales han logrado popularizar el mito de que el dinero se creo en el intercambio de mercancías entre personas individuales.”
La centralidad de la política monetaria tiene dos consecuencias claras. En primer lugar, dada la importancia de la moneda en la regulación de la economía, tener un Estado propio aparece como una necesidad básica para poder manejar uno de los resortes clave de la actividad económica. La política industrial o la política fiscal y presupuestaria son muy importantes, pero sin una política monetaria todas esas actuaciones pierden un dispositivo clave.
Por otro lado, si la política monetaria forma parte del núcleo central de la política económica, el debate público y la toma de decisiones sobre la misma también debería democratizarse. En ese sentido el responsable del banco central debería formar parte del Gobierno y someterse al escrutinio parlamentario como cualquier otro ministro. Asimismo, se debería garantizar la participación sindical y social en los órganos de dirección del banco público. La gestión de un bien público como es la moneda debería ser democrático.
El empleo público
Esta pandemia ha dejado algunas actuaciones que difieren mucho de las habituales. Una de ellas ha sido la contratación de personal eventual por parte de las administraciones públicas para hacer frente a la enfermedad y sus consecuencias. Se han cubierto bajas de personal sanitario, se han organizado hospitales provisionales, se ha atendido a personas ancianas, se han reforzado cuidados y limpieza, etc. El personal empleado de este modo ha desempeñado tareas muy importantes durante el tiempo que ha sido necesario apra controlar la enfermedad.
Puede parecer algo lógico que ha sido propiciado por las excepcionales circunstancias. Nadie duda de que en situaciones extraordinarias hay que tomar medidas también extraordinarias. La cuestión reside en determinar qué es una situación extraordinaria. Esta claro que una pandemia lo es, pero ¿y un desempleo que aunque no sea masivo se mantenga por encima de lo que los economistas llaman paro técnico? La respuesta a esta pregunta al parecer es discutible, algo que contrasta llamativamente con los discursos grandilocuentes que oímos en todas partes sobre la prioridad que tiene la lucha contra el paro. La realidad es que a día de hoy, el desempleo no se considera una catástrofe social. Muchas homilías sí, pero muy pocas acciones contundentes para reducir significativamente el número de personas desempleadas.
“A partir de que el desempleo caiga por debajo de determinados límites, el Estado debería reducir la oferta de este tipo de trabajos. De este modo la intervención del Estado equilibraría los desajustes que en el libre mercado produce en las relaciones laborales.”
A nadie se le escapa que hay una relación entre un desempleo alto y la proliferación de empleos precarios: cuanto más elevado es aquel más fácil resulta que un trabajador o trabajadora acepte un trabajo mal pagado; o dos. El desempleo por mucho que digan las constituciones o la declaración de Derechos Humanos, resulta muy funcional al capital y por eso se adorna con profusos discursos, planes, programas y ayudas que no conducen a nada. Pero analizado desde el punto de vista social mantener a gente ociosa para que la tasa de beneficio no caiga es un despilfarro socioeconómico que la sociedad no se puede permitir. Y lo peor es que además se carga al Estado con los gastos que genera esta situación. Va a resultar que el capitalismo es un sistema poco eficiente al que el Estado le va solucionando los problemas.
Una de las posibles soluciones a esta situación es que el Estado intervenga directamente ofreciendo trabajo cuando el desempleo supera determinados límites. La pandemia ha dejado al descubierto que hay muchos trabajos que no se realizan convenientemente tienen además gran importancia social; desde la desinfección y limpieza, pasando por los cuidados o el refuerzo del personal sanitario y docente, muchas son las tareas que podrían realizar estos empleados públicos. Para que esta actuación del Estado no dejara sin mano de obra al sector privado, se puede modular la cantidad de empleos que puede ofrecer el Estado. A partir de que el desempleo caiga por debajo de determinados límites, el Estado debería reducir la oferta de este tipo de trabajos. De este modo la intervención del Estado equilibraría los desajustes que en el libre mercado produce en las relaciones laborales. Algunos economistas próximos a Bernie Sanders defienden programas de este tipo que denominan «job guarantee».
“A nadie se le escapa que hay una relación entre un desempleo alto y la proliferación de empleos precarios: cuanto más elevado es aquel más fácil resulta que un trabajador o trabajadora acepte un trabajo mal pagado.”
Evidentemente, una actuación de este calibre requiere fondos que siempre son más fáciles de conseguir cuando se mantiene el control sobre la política monetaria y sobre el banco central. Incluso sin esos resortes se puede hacer siempre que exista voluntad política. De hecho, mucho más dinero se ha gastado hasta ahora en el rescate bancario sin que haya tenido apenas efecto en el bienestar de la ciudadanía. Por otra parte, un programa de «garantía de trabajo» ahorraría en prestaciones por desempleo y en programas de rentas mínimas. Además, al ser un programa que funcionaría contra el ciclo económico (más oferta de empleo estatal cuando cae la actividad económica y reducción cuando el ciclo económico es positivo) tendría un interesante efecto estabilizador. Todo ello sin contar con el beneficio social que reportaría mantener un medio más limpio, unos mejores servicios sanitarios, un amplio sistema de cuidados, etc., y a la gente activa.
Para ponerlo en marcha hace falta voluntad política que rompa con los dogmas establecidos. El primero es que el Estado no debe intervenir en el mercado laboral, incluso cuando es evidente que no funciona porque el sector público es incapaz de ofrecer suficientes empleos dignos para todas las personas que demandan uno.
La privatización que no cesa
Durante las últimas décadas se han privatizado servicios públicos esenciales en Euskal Herria, con el apoyo de diferentes gobiernos del PNV, PSE y UPN. Las residencias de ancianos se han covertido en nicho de negocio lucrativo. La privatización de las cajas vascas nos dejó sin una entidad pública necesaria para invertir a favor de los inetereses del país. La venta de Euskaltel a fondos buitres ha sido el último episodio de estas políticas neoliberales. Fotos: FOKU
Y el tercer aspecto que hay que destacar en la ofensiva por privar al Estado de capacidad de acción económica ha sido el de la privatización de los bienes y de las empresas públicas. En este caso ha funcionado de manera muy efectiva el mito de que lo privado es siempre más eficiente que lo público. Hay que reconocer que en algunos casos, los detractores de lo público llevan razón, pero sobre todo por el modo en el que se ha usado el sector público. Muchos gobiernos han utilizado los puestos directivos de las empresas del Estado como cementerio de elefantes o como pago por los servicios prestados, lo que llevó a la dirección de muchas compañías públicas a personas que no tenían ningún interés en las mismas. La falta de un control democrático efectivo sobre la actuación de la dirección hizo que muchas de ellas pasaran de ser líderes a acumular enormes pérdidas.
La eficiencia en la actividad de una empresa no viene dada por la naturaleza de la propiedad. Las compañías públicas pueden ser tan eficientes como las privadas si existe un compromiso de la dirección con lo público y los gestores de lo público son personas honradas (algo que ya reclamaba en su tiempo Herri Batasuna). Convendría añadir que se deben crear también los resortes imprescindibles para una gestión democrática de los bienes públicos. La propiedad del Estado por sí misma no garantiza nada.
“Las compañías públicas pueden ser tan eficientes como las privadas si existe un compromiso de la dirección con lo público y los gestores de lo público son personas honradas.”
Marcado por el estigma de la eficiencia se fue cerrando el sector público empresarial y privatizando las empresas más atractivas para el capital. Así se privatizó la industria del papel, la automoción, el petróleo y gas, la siderurgia, etc. Y también otras empresas que respondían más a una actividad de infraestructura pública como puede ser las eléctricas, la telefonía, la red de alta tensión u otras empresas de telecomunicaciones. Otro tanto ocurrió con los bancos públicos primero, agrupados previamente en la corporación Argentaria en el caso del Estado español, y con las cajas de ahorros después, tras la crisis financiera de 2008.
Una vez absorbidas las corporaciones industriales públicas por el sector privado, la privatización ha continuado avanzando hacia otros servicios públicos como la sanidad, las viviendas públicas en alquiler y la atención y el cuidado de personas mayores. En este ámbito de los servicios sociales, la privatización ha sido mucho más sibilina: no ha habido grandes ofertas públicas de venta de acciones ni grandes titulares. Diversos servicios se han ido dejando en manos privadas paulatinamente y otra vez con la excusa de la eficiencia. Tal vez el caso más paradigmático sea el de las residencias de ancianos, donde la pandemia ha dejado patente que allí donde prima el beneficio económico los cuidados brillan por su ausencia. Beneficio económico y cuidados son conceptos mutuamente excluyentes.
No se puede dar un valor monetario a los cuidados y por tanto los debates sobre la eficiencia en la gestión de la mayoría de servicios sociales están completamente viciados. Revertir la privatización de las residencias de ancianos debería ser una prioridad de primer orden. Existen razones económicas para ello, pero en este caso prima la dignidad de las personas que viven en ellas por encima de cualquier otra consideración. No se puede olvidar que no todo es eficiencia económica. La dignidad y el bienestar de las personas también está en juego.
“Tal vez el caso más paradigmático sea el de las residencias de ancianos, donde la pandemia ha dejado patente que allí donde prima el beneficio económico los cuidados brillan por su ausencia.”
Con todo, el Estado debe desempeñar un papel clave en la vida económica, sin olvidar que es necesario perfeccionar los mecanismos democráticos para que la propiedad pública no sea enajenada de su función social para servir los intereses espurios de sus gestores.