Argazkia. Unsplash /Martin Adams
El nuestro es un país industrializado y, gracias a la riqueza que esta genera, hemos alcanzado un alto nivel de bienestar. La industria convierte materias primas en productos y, para ello, requiere de mucha energía. Esa energía, al igual que ocurre con la que consumimos en otros ámbitos de nuestra vida –vivienda, transporte, etc.–, es mayoritariamente suministrada por combustibles fósiles que nos llegan desde el exterior. Sin embargo, en el contexto de emergencia climática en el que nos encontramos, tenemos el reto de sustituir estos recursos fósiles por fuentes de energía renovables. Además, estas deberían producirse en nuestro territorio, porque, de lo contrario, estaríamos externalizando sus impactos negativos. De no abordar la transición energética, los científicos advierten de que el bienestar –o la subsistencia– de las generaciones futuras puede estar en peligro. Asumiendo pues que las energías renovables son imprescindibles, hay que definir cómo se va a llevar a cabo su despliegue.
En primer lugar, es necesaria una buena planificación territorial que integre adecuadamente la producción de energía con el resto de las funciones que el territorio debe cumplir, como, por ejemplo, la producción de alimentos, la gestión de los recursos hídricos o el cuidado de la biodiversidad y los ecosistemas naturales. Es innegable que la expansión de las energías renovables tendrá un impacto ambiental negativo en el territorio, pero si se hace bien, este impacto puede ser limitado.
En segundo lugar, el modelo importa. Lo deseable sería que todo lo posible se haga siguiendo un modelo de generación distribuida, a través del autoconsumo fotovoltaico, la bomba de calor, la solar térmica, la biomasa y las comunidades energéticas. El potencial de producción de energía de nuestros tejados y la capacidad de generación de biomasa de nuestros bosques es relevante y debemos aprovecharla al máximo, pero para ello es necesaria una estrategia que lo haga posible. Sólo con decirlo no ocurrirá, entre otras cosas, porque la colocación de placas fotovoltaicas o la instalación de calderas de biomasa en nuestras viviendas depende de la decisión de miles de propietarios y propietarias individuales.
Aún así, y por mucho que se reduzca el consumo de energía, con esto no es suficiente, porque los tejados y la biomasa no pueden suministrar toda la energía que necesita una sociedad industrializada como la nuestra. Además, sólo con la tecnología fotovoltaica no se puede conseguir un sistema eléctrico con una fuerte penetración de las energías renovables, mucho menos en Euskal Herria, donde tenemos bastantes días del año en los que no brilla el sol. Un sistema eléctrico renovable necesita tres ingredientes básicos para que sea viable: energía fotovoltaica, energía eólica y almacenamiento. Sin la complementariedad de estas tres tecnologías no se puede conseguir un sistema eléctrico con fuerte presencia renovable. Por lo tanto, el autoconsumo fotovoltaico en los tejados no es suficiente, necesitamos también energía eólica, junto con diferentes sistemas de almacenamiento.
Desafortunadamente, no podemos utilizar zonas antropizadas para la producción de energía eólica porque en ellas no hay suficiente viento y, por lo tanto, no es viable ni desde un punto de vista económico ni energético. Asumiendo esto, y, teniendo en cuenta que la participación de las renovables en el mix energético de Hego Euskal Herria apenas supera el 14%, afirmar que estas infraestructuras responden al ansia de negocio de las multinacionales es simplificar en exceso una realidad que es mucho más compleja. Por encima del resto de consideraciones, estas infraestructuras las necesitamos para sustituir a los combustibles fósiles y cubrir una parte significativa de nuestra demanda energética, tanto presente como futura. Otra cosa es que aprovechando que tenemos esta necesidad las multinacionales quieran hacer negocio. Si queremos limitar esto, la clave está en que el control de estas infraestructuras esté en manos de las instituciones, empresas y ciudadanía del territorio que necesita esa energía. En ese sentido, creo que el modelo recientemente propuesto por Statkraft y Krean es una oportunidad que deberíamos de explorar.
Si no abordamos este debate desde la seriedad y la responsabilidad, corremos el riesgo de realizar un gran acto de hipocresía. Esto se refleja muy bien en la iniciativa recientemente llevada a cabo por Sidenor y el Ente Vasco de la Energía (EVE). Juntos han creado una sociedad para invertir en ocho parques fotovoltaicos ubicados en Cataluña, con el objetivo de cubrir con la electricidad generada las necesidades energéticas que las plantas de Sidenor tienen en la CAV. Mi crítica no es tanto a Sidenor o al EVE, sino más bien a la incoherencia que percibo en algunos discursos. No queremos en nuestro territorio las infraestructuras necesarias para producir la energía que nuestra industria requiere, pero tampoco estamos en disposición de renunciar al empleo y a la riqueza que esta genera. Y, en consecuencia, nos quedamos con los impactos positivos y deslocalizamos a otros territorios los impactos negativos, en este caso, a Catalunya. Esto es tremendamente incoherente e injusto.
Por último, considero necesario que el despliegue de las infraestructuras renovables venga acompañado de políticas que favorezcan el desarrollo endógeno y el bienestar de las comunidades rurales que acogen estas infraestructuras. Por ejemplo, con el fomento de actividades económicas propias del medio rural, como la producción de alimentos. O, con medidas orientadas a la conservación de la biodiversidad como, por ejemplo, apostando por un nuevo modelo de gestión forestal. Hay voces que dicen que el despliegue de estas infraestructuras no es compatible con la realidad y necesidades de las comunidades rurales. Yo no comparto esta opinión y vivo en una zona rural en la que está proyectada una infraestructura de estas características. Si se hace bien, pueden ser compatibles.