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La consecución de la Independencia en 1961 y el fin del apartheid tres décadas después, en cambio, no trajeron consigo la desaparición de todas las variantes de dominación estructural ejercidas desde Europa. Por el contrario, éstas se intensificaron, adecuandose a los cambios y a los nuevos tiempos, construyendo innovadores y más complejos mecanismos de sometimiento político, económico y cultural. La imposición de este modelo de civilización comienza con la etapa colonial y no desaparece con el final de sus administraciones, sino que perdura a través del tiempo y hasta nuestros días. Esta relación, este proceso, es lo que conocemos como colonialidad, una suerte de contraparte al racismo criminal inherente a la modernidad.
Mientras tanto, por un lado,"exportabamos" el modelo democrático-liberal, con el fin de intervenir y saquear a los pueblos. Por el otro, expandíamos a sangre y fuego esa dogmática visión sobre nuestra naturaleza y sobre lo que nos rodea, cristianizando cada palmo de tierra y cada corazón en ese inmenso continente que los pueblos originarios autodesignan como Abya Yala. Nuestra civilización se ha levantado en un sistema de dos patas: una de ellas es la economía capitalista de expropiación y de explotación de los bienes comunes y de las clases trabajadoras y populares; la otra pata, el modelo de imposición epistemológico.
Dentro de la realidad descrita, las personas que actualmente migran, tras pasar duros o durísimos años en tránsito, consiguen sortear a la muerte y llegan a Europa, a Euskal Herria, trabajando en su gran mayoría creando riqueza en condiciones de vergüenza en algún momento de su recorrido vital en nuestra tierra, lo hacen en la práctica totalidad obligadas por situaciones insostenibles en sus lugares de origen: guerras, persecución política, total falta de expectativas, hambre, miseria, efecto del cambio climático, etc.
«El norte global del que somos parte ha crecido y se ha desarrollado exprimiendo al máximo posible en cada momento histórico el expolio de las materias primas del resto de naciones y estados del planeta.»
Algunas veces esa violencia se manifiesta de forma verdaderamente impactante: la destrucción del Estado Libio, la traición al pueblo Saharaui, el genocidio palestino, los continuos intentos de desestabilización y de injerencia de corte imperialista en las políticas de los diferentes Gobiernos de izquierdas y progresistas al otro lado del Atlántico (con el Lehendakari Urkullu como cómplice de las multinacionales con label vasco que participan directamente de este robo a gran escala).
Otras veces, esa misma violencia se nos presenta de una forma mucho más sutil: el tan de actualidad lawfare (judicialización de la política, encarcelamiento o eliminación de lideres progresistas del sur global); el turismo depredador; el colonialismo económico disfrazado de “ayudas al desarrollo o a la reconstrucción” mediante “ONGs” que operan por estas zonas del planeta; las pomposas celebraciones y loas, también en tierra vasca, hacia algunos conquistadores y sus grandes hazañas, etc.
Estas prácticas y estas formas de relación supremacistas se basan en la ya comentada imposición epistemológica de Occidente. Nuestra historia es La Historia, contada desde y para nosotras y nosotros, con su renacimiento, con su modernidad, sus revoluciones, sus guerras y sus “descubrimientos”. No hay más realidad y visión que la nuestra.
«La inmensa mayoría de esas situaciones en origen, si no la totalidad, son consecuencia más o menos directa o indirectamente, de la descomunal violencia que desplegamos desde Occidente contra los demás pueblos, contra las personas que los habitan y contra la propia naturaleza.»
Entonces, si las claves que nos permiten ver y comprender que la parte superior del planeta vive a costa y gracias al sometimiento de su parte inferior son acertadas, la constatación es clara: el pueblo vasco, somos participes de una doble condición como pueblo históricamente oprimido por el Reino de España y la República Francesa, y también como pueblo opresor, en la medida en que nos hemos beneficiado y nos beneficiamos participando de este crimen, ejerciendo nuestra supremacía como europeos, aún desde una posición subalterna respecto a esos mismos Estados que impiden el ejercicio nuestra plena soberanía.
Los vascos y vascas del siglo XXI no somos responsables de los actos cometidos por nuestro pueblo a lo largo de la historia, pero si lo somos respecto a nuestro presente y futuro cercano. Desde ahí podremos empezar a pensar y visualizar, como individuos y como pueblo, otra realidad que tenga en cuenta y supere estas prácticas inasumibles para cualquier sociedad que pretenda asentarse en valores de Justicia, Igualdad y Solidaridad.
«El racismo es por tanto intrínseco a nuestro sistema político y cultural, a nuestro bienestar y a nuestra posición en el mundo. Somos racistas, material y culturalmente. Nuestro objetivo claro es dejar de serlo.»